LA FE DESDE LA EXPERIENCIA DE MARIA MAGDALENA (Jn 20,11-18) A veces, demasiadas veces, entender la fe sigue siendo un ejercicio plagado de malabarismos conceptuales. No digamos cuando se trata de dar razones o tratar de “explicarla” a otros. Quizás en esos momentos, la Palabra de Dios nos sorprende por su capacidad de aportar relatos que nos “leen”, como el mejor espejo en el comprender con hondura la propia experiencia.
Los textos de la Pasión y la Pascua, los primeros cronológicamente elaborados de los evangelios, conservan una carga afectiva y simbólica única para los creyentes de todos los tiempos. Un ejemplo maravilloso es el episodio de la aparición del Resucitado a María Magdalena.
Es curiosa la cantidad de textos bíblicos que comienzan con una experiencia de muerte o sufrimiento: la esterilidad de una mujer, la opresión del pueblo, la enfermedad incurable de un
personaje... Personalmente, creo que encierran una pedagogía maravillosa: para hacer experiencia de Dios hay que conectar con lo débil, lo vulnerable, incluso con lo que nos hace sufrir. Para tantos seres humanos del planeta supone la posibilidad casi connatural de identificarse con esos pasajes. A muchos de nosotros, por desgracia, no termina de convencernos que sean precisamente nuestras heridas y nuestros signos de muerte los que nos ponen en la pista de despegue hacia el Señor...
Para María Magdalena, la experiencia de muerte no es “sólo” la de alguien querido. Es un
acontecimiento que le afecta a ella misma por entero. Entra en escena como una persona que ha
perdido su Punto de apoyo, Aquel que le servía de fundamento y referencia. Por eso gime a la
deriva, desorientada y sin respuestas. Como en todo duelo, hay una primera fase en la que el
propio vacío y desconsuelo se proyecta como acusación (“Se lo han llevado”), como queja ambigua y difusa. En estos tiempos de secularización, descrédito e increencia, también la Iglesia de Occidente (y cada uno de nosotros) corre el riesgo de perderse en reproches estériles o en
negación de una realidad que frustra nuestros deseos y expectativas.
Pero la discípula no cae en por mucho tiempo en la tentación de buscar culpables ni de
intelectualizar su situación. La Magdalena va a tener que afrontar pronto preguntas que afectan a
su misma identidad: “¿Por qué lloras?” “¿A quién buscas?” Y se abre, casi sin darse cuenta, al
encuentro con Jesús, gracias a dos actitudes fundamentales: la búsqueda sincera y profunda y,
también, la capacidad para afrontar el dolor, la pérdida, el vacío..., sin llenarlos apresuradamente de palabra y discursos. Quizá por el hecho de ser mujer puede sentir con tal intensidad y matices que toda su persona aparece implicada sin fisuras en esa experiencia: su afectividad, su mente, su mismo cuerpo...
La narración condensa, pues, todo un proceso de fe con etapas (búsqueda-aproximación-
encuentro-confesión-anuncio) y percepciones progresivas (soledad, ángeles, hortelano, Jesús).
Pero sin olvidar que, en definitiva, el encuentro con Jesús se le da como don y no como conquista suya. Pedro y Juan habían tenido la oportunidad de ver los signos de la Resurrección, el sepulcro vacío. Y dice el mismo evangelista que el segundo “al ver aquello creyó”. Sin embargo a ninguno pareció ser capaz de realizar, por el momento, la experiencia de aquella mujer.
Quizá porque María aprendió –al oír su nombre– que la experiencia de Dios toca la raíz más honda de la persona. No pertenece al ámbito de lo especulativo, ni de lo meramente sensitivo, sino al de la propia identidad. La fe parece ser “simplemente” eso: la profunda experiencia de sentirse nombrado por Dios, como alguien único e irrepetible. Y eso no es una bonita imagen poética: nada hay más concreto, más real y transformante que lo que ponemos en juego en esta dimensión última de nuestro yo más íntimo. Cuantos hayan oído su propio nombre en labios de su amante podrán entenderlo mucho mejor...
Otro aprendizaje clave que realiza la de Magdala es que, para escándalo de los tratados de espiritualidad, Dios NO la colma por entero. María trata de aferrarse a Aquel que la conoce por dentro y la nombra. Pero Dios (al menos nuestro conocimiento de Él/Ella) no apagará nunca
nuestra sed de búsqueda. El Resucitado sigue siendo el Crucificado y en la cruz se va al garete
la “cuenta corriente” de nuestros conceptos aprendidos sobre Dios.
Por eso, la experiencia del creyente está hecha de intuiciones que han de ser mil veces abandonadas y rehechas. Podemos “tocar”una idea, un dogma, una definición sobre Dios, pero nada más. Por eso la mayoría de nuestros conflictos intra-eclesiales y comunitarios que atañen a cuestiones religiosas y teológicas hablan de una identificación bastante ramplona del Dios-Misterio con algún tipo de sucedáneo. Y no cabe más remedio que pensar que, cuando enarbolamos como estandarte la defensa de los sacramentos, la pureza doctrinal, los pobres, la observancia a las tradiciones, etc., estamos parapetándonos demasiadas veces detrás de nuestras propias ideologías y seguridades. Si hay algo opuesto a cualquier fanatismo es la fe de manos vacías y corazón roto (pero enternecido) de la Magdalena.
Paradójicamente, lo que posibilita y nos predispone para el encuentro con Dios, como nos
recuerda María Magdalena, no está en la “fuerza” de nuestras convicciones, sino en la capacidad
de... ¡llorar! No entendida como actitud de victimismo, ni como la de quien va por la vida
arrastrándose y lamiendo sus propias heridas. Sino más bien como el reconocimiento más honesto de nuestro ser-incompletos y en la valentía (¡tan difícil!) de hacer camino detrás de lo que nos da Sed; y no de cuanto nos deja –aparentemente– saciados. Los creyentes seguimos por lo general demasiado atascados en demasiadas “mediaciones” (ritos, roles eclesiales, actividades pastorales, gestos caritativos...) en las que proyectamos nuestras propias necesidades y deseos, y que nos hacen sentirnos a buenas con Dios. ¡Pero, ay si nos sacian y apagan nuestra nostalgia de Trascendencia!
Cristo remite a María al seno de la comunidad, como primer testigo. El encuentro con el Resucitado no es un proceso intimista, al margen de los demás. Y el mensaje es simple: “He visto al Señor”. ¡Qué faltos estamos de hombres y mujeres que nos hablen así, en primera persona, de su propia experiencia! En cambio, ¡cuánta palabrería vacía satura generalmente nuestras asambleas y celebraciones!
Ojalá en esta Pascua nos sintamos de nuevo “nombrados” en lo más hondo por el Jesús de la Vida. Yo también ando en ello...
Fernando Ales