La parábola del Hijo Pródigo, como casi todos los textos evangélicos, nos la sabemos de memoria. Y eso a veces es un problema, porque resulta muy complicado leerla sin anticiparnos al final y sin la sensación de que no tiene ya mucho que aportarnos a nuestra vida concreta. Con todo, mi invitación una vez más es que nos dejemos sorprender por lo aparentemente “sabido”.
Lo primero que podríamos decir es que la que hemos llamado siempre la parábola que siempre se ha llamado del hijo pródigo, no tiene en éste a su principal protagonista. Se nos ha dicho muchas veces que el verdadero protagonista es ese Padre compasivo que simboliza al propio Dios. Pero una lectura más atenta, tomando como referencia los fragmentos anteriores a la parábola (Lc 15, 1-2) y la conclusión de ésta, parece apuntar a que el actor principal del guión es, paradójicamente, ese hijo mayor gruñón y antipático que no quiere entrar en la fiesta que tiene lugar justo antes de los créditos finales.
Eso tiene mucho que ver con quienes son los destinatarios del relato: ¿a quién se dirige el mensaje? El auditorio de Jesús mientras cuenta la historia son los fariseos y personal religioso de la época. También ese hijo mayor que vive aparentemente sometido y formalito junto a su padre, representa a representantes “oficiales” de lo sagrado (hoy diríamos gente “de Iglesia”). ¡Cuidado!: aquí tenemos que hacer un primer cambio de chip, porque tenemos metidos hasta la médula que los fariseos eran gente ruin, hipócrita y con bastantes dosis de “mala leche”. Pero en el fondo, aparte de sus contradicciones ―como todos tenemos― y de algunos conflictos (que parece históricamente que los tuvieron más con las primeras comunidades cristianas que con el propio Jesús), eran gente piadosa, coherente y honrada. Y de hecho, representan a la gente que, como nosotros, llevan la etiqueta de creyente y pertenecen a alguna asociación o “movida” explícitamente religiosa. De modo que, atención que la historia sí que va con nosotros…
En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, aviso para navegantes: el texto no es ningún cuento para niños, por más que, con el paso del tiempo, se le haya “desactivado” de su carga explosiva. Más bien es durillo, si uno lee entre líneas…
Empecemos, pues. Un padre tenía dos hijos… Uno de ellos, el menor, resulta ser… simplemente lo peor que podamos imaginar. No es que quiera marcharse de casa o que le pida dinero al padre (que a fin de cuentas, es el “deber” de todo hijo). Lo que le pide es su parte de la herencia. ¡Algo que se recibe sólo tras la muerte de un padre! El hijo está declarando con su gesto que su padre ha muerto para él.
Por si no estaba claro, el autor del relato nos va a retratar con detalle la catadura moral del sujeto. Una vez con el dinero en mano, se va a ir aun país extranjero (¡pagano, impuro!), vivir con desenfreno, a gastárselo todo (y no de cualquier manera, sino con prostitutas). El hecho de que se arruine, aparte de ser una consecuencia lógica, no es ningún intento de construir una moraleja ética. El narrador quiere que ese hijo “toque fondo” y se vea compartiendo la comida con animales… ¡Y no con cualquier animal (de nuevo cerdo = impureza)! No sé qué “vibraciones” le transmite a cada uno/a esta imagen; lo que está claro es que para un judío que oye la parábola, la sensación es la del asco y repugnancia profunda de estar ante una piltrafa in-humana. Hoy tendríamos que pensar en gente como violadores, terroristas, asesinos en serie o maltratadores.
Claro, a veces cuando leemos de pasada el episodio, tenemos la impresión de que el “monstruo” este llega a tal estado que comienza un proceso de conversión y que decide honestamente cambiar de vida. Pero ni si quiera esta parte es tan bonita. En ningún momento le mueve el arrepentimiento, sino la pura necesidad, el hambre. Estamos ante una persona que analiza su situación desesperada y diseña toda una estrategia para ir a donde sabe/cree que tendrá alimento asegurado: “Ya sé lo que haré, iré hasta mi padre y una vez allí…” ¡El tío se prepara hasta el discurso que va a decir para inspirar lastima! Sí, ya sé lo que están pensado: ¡menudo hijo de… pródigo!
Y aquí comienza para nosotros lo verdaderamente duro de la parábola. Porque, claro, nosotros, que no somos tan malos y depravados, sí que sabemos que el personaje del padre representa a Dios tal como lo conoce Jesús. Y supuestamente lo que diga o haga Dios nos debe afectar a los que decimos creer en él. Pues bien, ese padre va y no actúa desde el rencor, ni si quiera desde la indiferencia o frialdad. Tampoco hace un análisis racional sobre la situación. Al padre se le conmueven las entrañas nada más verlo. ¡Le falta tiempo para darle un abrazo y para montarle una fiesta! Una actitud no sólo ilógica, sino escandalosa. El padre acoge a alguien que se ha convertido en “impuro” desde la mentalidad religiosa de la época y se “mancha” con su abrazo, al invitarlo a su casa, al comer de nuevo con él… Con ello hace ver que el que estaba “muerto” era su pequeño, viviendo extraviado y sin rumbo. Pero que nunca ha perdido su condición de hijo. Por cierto, por si alguien no ha tenido suficientes “datos”: al joven así de gratuitamente perdonado no se le oyen dar ni unas humildes “gracias” ni mucho menos echar unas lagrimillas. Él se limita a pasar al festejo, sin más.
De modo que, después de tan “exitoso” bagaje como trae consigo el hijo menor, podemos comprender el enfado, el cabreo mayúsculo del hermano primogénito. No, nos confundamos: éste es el bueno (de verdad), el que ha respetado y se ha quedado con el padre. Y ahora, cuando regresa del campo familiar, seguramente de trabajar, se encuentra que los demás están de juerga… ¿A qué nos j…ría encontrarnos en su pellejo?
Con todo, el padre de la parábola tiene la misma actitud bondadosa con su hijo mayor: sale de casa y lo invita al banquete. El premio es para todos. Sí, ya sé: no se les puede retribuir a los dos por igual, no es “lógico” ponerles la misma nota. Menudo sistema judicial y educativo se montaría si lo tomamos al pie de la letra… Pues lo sentimos, así termina el relato; con una pregunta en el aire a este hijo mayor y bueno: “Mira yo te quiero y ya deberías saberlo. Pero ahí dentro está tu hermano. ¿Entras o no?” La respuesta ya le toca al lector.
¿Qué quieren que les diga? A mí me apasiona y me emociona este Dios así de incomprensible según nuestra lógica, pero tan infinitamente compasivo y con unas entrañas de madre capaz de apostar incondicionalmente por sus hijos (o sea, nosotros, tú, yo…). Y me encanta que la propuesta para todo hombre/mujer, más allá de su vida y actitudes, sea un banquete, una buena comilona.
Efectivamente, Jesús utilizará con frecuencia la imagen de un banquete cuando habla del mundo que sueña su Padre-Dios. Tantos esfuerzos creando dogmas, leyes religiosas, ritos… y va y al final todo es cuestión de una fiesta por todo lo alto. Sí, pero cuidado, aquí hay que estar dispuesto a sentarse y pasárselo bien ―de igual a igual, en familia― junto a gente que a veces excluimos, rechazamos y hasta “machacamos”: pobres, chaperos, inmigrantes, delincuentes…¿Qué, entramos o no también nosotros a ese banquete? ¿A que visto así no es tan fácil?
Seguro que se podrían añadir cosas importantes. Pero lo decisivo es darnos cuenta de que la parábola recoge la centralidad del mensaje de Jesús: la presentación de Dios como un Abba misericordioso y su mensaje de un Reino nuevo, inclusivo de todos los seres humanos, donde no haya desigualdad y exclusión de nadie. Mucho menos en nombre de Dios. ¿Que esto es sólo un cuento bonito sin más? Pues si alguien piensa así, de verdad que lo siento: para mí esto es evangelio en estado puro. Y desde mi limitada experiencia, una verdadera buena noticia. El que no quiera entrar en ese convite, se lo pierde…
1 comentario:
Gracias por tu reflexión...
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